Curia provincial: Jenaro Sanjinés #777, La Paz, Bolivia

SJM en la frontera, una visita a Pisiga

10/02/2021

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Hasta mayo de 2020 Bolivia recibió a 10.000 migrantes y refugiados venezolanos (según el comunicado de prensa C-046/20 de la OEA). La realidad de esta población además de ser compleja es de alta vulnerabilidad, situación que se hace evidente especialmente en el territorio de frontera.

4:30 de la madrugada nos disponemos a abordar el minibús que nos llevará a Pisiga (3695 msnm), zona fronteriza entre Bolivia y Chile.

Pisiga está a 3 horas de la ciudad de Oruro. Al Llegar encontramos una típica población de frontera, la carretera internacional entre estos dos países está llena de camiones de carga pesada, todos en el lado boliviano esperando para pasar a territorio chileno.

Al descender nos encontramos con pequeños grupos de ciudadanas y ciudadanos venezolanos. Es muy fácil distinguirlos ya que su contextura física es diferente a la de las personas andinas, su forma de hablar tiene un tono fuerte y acentuado.

Dialogamos con algunos pobladores y entre otras cosas, coinciden al afirmar que las religiosas que viven en Pisiga ayudaban a los migrantes, “les daban comidita y los alojaban”, nos cuenta una vendedora de golosinas. Incluso los policías –luego de un acercamiento nada cordial– nos comentan que ellas hacían ese trabajo, pero por la pandemia, al parecer, cerraron su casa.

En nuestro recorrido llegamos al lugar donde ciudadanos venezolanos esperaban burlar a los carabineros chilenos, y así cruzar la frontera. Mientras caminábamos nos encontramos con otros grupos de estos ciudadanos, niñas, niños, jóvenes y adultos sentados en alguna esquina, y otros más adelante donde termina el pueblo y comienza el campo abierto de tierra y arena. En esa planicie las pocas personas que transitan se confunden, de lejos, todos son iguales.

Hay algunos promontorios de tierra, allí hay gente sentada, la mayoría jóvenes, casi todos venezolanos, mirando en silencio el lado chileno. En medio de los dos territorios hay un camino de tierra, paralelamente hay una zanja de unos dos metros de profundidad que circunda todo el camino. Al hablar con uno de los comunarios nos comenta que fueron ellos que hicieron la zanja “para que no pase el contrabando”. Lo paradójico fue que mientras charlábamos una mujer, con impresionante experticia, empujaba un carrito que transportaba mercadería boliviana a territorio chileno.

El comunario se acercó a nosotras, un poco incómodo porque sacábamos fotos. Cuando nos identificamos y le dijimos que estábamos allí por la crisis humanitaria de la migración de ciudadanos venezolanos, cambió su postura y nos dio algunas referencias sobre la situación. Casi al mismo tiempo llegó un carro con un grupo de militares y estacionó el vehículo en el camino.

Al otro lado, territorio chileno, un camión carabinero hacía ronda constante. El grupo de ciudadanos venezolanos se alejó de ese espacio y se hicieron invisibles entre las pocas calles de Pisiga.

A mediodía caminamos por la carretera internacional hasta el límite de los dos países. Y luego volvimos al camino de tierra. El paisaje no varió mucho. Por aquella pampa apareció un policía y nos pidió nuestra documentación y una prueba PCR, mientras afirmaba que nosotras habíamos cruzado la frontera, luego de verificar nuestra identificación dejó que siguiéramos caminando.

En ese momento vimos una familia venezolana: él llevando a un bebé en brazos, ella con un niño pequeño. Caminaban hacia la frontera chilena. A pocos pasos vimos una escena similar con otra familia. Habían llegado dos minibuses con ciudadanos venezolanos, al mismo tiempo llegó un hombre que les decía que podía hacerles pasar la frontera. También llegó otra persona, el corregidor de Pisiga, y finalmente se estacionó un auto sin placas del que bajaron dos policías, uno de ellos se acercó a nosotras y nos pidió nuestros documentos, mientras gritaba al grupo de ciudadanos venezolanos “pónganse el barbijo”, y hacía parar a alguno para que le mostrara sus documentos.

Le dimos nuestros CI y le explicamos porqué estábamos en Pisiga. El policía cambió su tono y nos dijo que ellos querían que todos los migrantes venezolanos pasen a territorio chileno. Él y su compañero señalaban la frontera para que este grupo de unas 40 personas se dirigieran allá. Nosotras seguimos el recorrido de los migrantes, y en un breve diálogo con algunos de ellos, nos dijeron que solo los primeros lograron pasar. Esa fue la imagen del medio día: un grupo de migrantes parados, mientras del otro lado los carabineros chilenos les gritaban: “vayan a resguardarse del sol, no tienen nada que hacer por acá”.

A las 3:00 de la tarde ciudadanos venezolanos deambulaban por las calles del pueblo y por la carretea internacional, algunos hablando por teléfono, otros sentados, niños corriendo o durmiendo en el pavimento. En el minibús que nos llevaría de vuelta dos ciudadanas venezolanas ocuparon los asientos de atrás. Por todos los diálogos que hacían era evidente que conocían muy bien los recorridos que tenían que hacer sus compatriotas desde territorio peruano, la forma de cruzar por Bolivia y luego pasar a Chile. Eran jóvenes que no superaban los 25 años. Hablaban del tiempo que les tomaría llegar a Desaguadero e, imaginamos, que luego intentarían volver a Pisiga con otro grupo de migrantes.

Nos alejamos de la población y su realidad. Mientras las montañas, los Achachilas de la zona son espectadores silenciosos de lo que sucede en Pisiga Bolivar.

 

Servicio Jesuita Migrantes – El Alto